miércoles, 23 de enero de 2013

Lys Green: La torre negra (I)

Lys

La mañana había amanecido fría y húmeda.
En el exterior, acompañando los mugidos de las vacas, se oye el crujido de sus pesados pasos sobre la escarcha que cubre el camino de barro que rodea la casa. La luz mortecina que presagia un día nublado entra por un ventanuco sin persiana. Lys se despereza bajo el edredón y asoma la cabeza. Empuja con un pie la bolsa de semillas de lavanda que usa para calentar la cama y se gira para mirar por la ventana.
No ha nevado. No es habitual la nieve en esa zona. Un manto blanquecino cubre el prado y la tierra labrada. Mientras pone los pies desnudos sobre el suelo, tanteando con la punta de los dedos para buscar las zapatillas, Lys piensa que esas casas antiguas de piedra son especialmente heladoras y que sus paredes aún tardarán un par de días en retener el calor y conseguir una temperatura aceptable. Envuelta en una manta, baja las escaleras de madera hasta la estancia única que sirve al mismo tiemde sala de estar como de comedor y cocina. Después de retirar las cenizas, usa unas piñas y los rescoldos que quedan en la salamandra para encender un nuevo fuego. Se queda un rato junto a ella para entrar en calor. Lo primero que va a hacer es prepararse un buen tazón de café con leche para entonar el cuerpo y echarse un rato a leer. Luego se duchará y repasará la despensa, a ver qué ha dejado su padre; y después, probará la cobertura del teléfono y de la conexión a Internet. La centenaria casa de piedra estaba situada en medio de un pinar en la falda de un monte, con vistas al valle, en las afueras de Compostela, a unos 300 metros de la vivienda habitada más cercana.

Con la mirada perdida, recordó su llegada el día anterior, cuando entró en la casa, empapada por el orballo y aterida por el frío de la noche. Aunque lo habían limpiado y acondicionada para ella, la salamandra estaba apagada y apenas sentía los dedos mientras trataba de encenderla. Ya casi no recordaba esa sensación, ese frío húmedo que te cala hasta los huesos. No era consciente de esa humedad cuando vivía en Santiago, pero recuerda que le hacía quejarse a su madre cada vez que iba de que había guardado la ropa húmeda en los cajones de la cómoda. Su madre palpaba las prendas con la mano y la miraba con un gesto que claramente significaba "¿Tú estás tonta? Está igual que siempre...". Quizás solo fuera una sensación. Tantos años viviendo en el centro de la península la habían desacostumbrado de la perenne humedad en el cuerpo, en la cama o en la ropa...

En cualquier caso, solo ella sabía lo que daría por no volver a sentir jamás un frío como ese, un frío que se mete hasta muy dentro y que no se quita por mucho que uno se abrigue o se arrope. Un frío anquilosante, incisivo, atenazante. Mortal.

Con el humeante té en la mano, escogió un libro en la biblioteca de su padre y se arremolinó con sus mantas en el sofá. Comenzó a pasar las páginas, admirando las recargadas ilustraciones, fruto de una mente seguramente más soñadora que la suya propia, sin esforzarse por entender qué representarían algunas de aquellas figuras de factura fantástica. Recorrió con mirada laxa las historias de la melusina y la maldición de Lusignac, de las sirenas mediterráneas y de la rusalka de los ríos rusos, hasta llegar a otra historia aparentemente más anodina y sin tantos tintes fantásticos, aunque también con raíces medievales. Se llamaba "La mujer de hielo".


Odile

[...]

La sirvienta salió por la puerta tras introducir el calentador con brasas en el interior del lecho. Odile se sentó en el borde, inmersa en el silencio estremecedor de sus aposentos, y contempló en el espejo el reflejo de su soledad y la carestía de afectos. En el exterior del castillo, el ocaso lluvioso oscureció la luna que, en cualquier caso, quedaba oculta a la vista tras los gruesos cortinajes y la tupida celosía de madera que impedían el paso de la brisa nocturna por el hueco de la ventana. El interior de la estancia estaba iluminado solo por las llamas que crepitaban en la chimenea, las lucernas que colgaban del techo y un candil que la sirvienta había dejado sobre el tocador, ricamente tallado en olorosa madera de cedro. Su retina vitriosa captó la imagen de una desconocida sin rubor en las mejillas, engalanada de ricos ropajes, joyas deslumbrantemente insustanciales y opacos adornos que a duras penas ocultaban su prematuramente ajada juventud.

El rumor de unos pasos en el pasillo no la distrajo de su contemplación. Ni siquiera se inmutó cuando la puerta se abrió y la sirvienta entró de nuevo portando una caldera de humeante agua caliente en la delicada jofaina de porcelana. Se agachó a sus pies para descalzarla y quitarle las medias. Como una autómata, Odile se incorporó, apartó la alfombrilla para sentir la frialdad del suelo bajo sus pies desnudos y esperó pacientemente mientras la criada la despojaba de las pieles incapaces de protegerla de su gélido invierno vital, dejaba caer las faldas y desataba el estrecho jubón de hilos dorados y el refinado corsé, símbolo de adineramiento, que, pretendiendo realzar su feminidad, aprisionaba sus pulmones, su voluntad y su corazón aletargados. Después, empapó una tira de exquisita seda italiana en agua caliente y se sirvió de unas escamas de aromático jabón, traído directamente para su señor de las almonas sevillanas, para limpiar de talcos y hennas su rostro, maquillado de un sutil rosa pálido. Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo de Odile cuando cerró los ojos para sentir el oxígeno que por fin penetraba en sus pulmones y por cada poro desnudo de su piel, acariciándola con su revitalizante aliento, antes de que la sirvienta masajeara sus músculos adormecidos con aceites perfumados.

Apenas reconfortada por tan delicados cuidados, abrió los ojos y se contempló desnuda frente al espejo, descalza sobre la piedra, y comenzó a temblar incontroladamente. Hizo un gesto con la mano para indicar a la sirvienta que no necesitaba el camisón y que abandonara la estancia. Solo entonces sintió que podría vaciar su mente, relajar sus músculos hasta que dejaran de temblar, y distanciarse de esa piel que apenas percibía como propia. Hacía años que había aprendido a domeñar el único placer que recordaba en mucho tiempo.  Era la sensación de que su alma se alejaba de su cuerpo y se desprendía del mundano padecer que nublaba los sentidos. Cotidianamente entrenaba, ora sentada ora tumbada sobre el frío mármol, delante del espejo, el control sobre el dolor que le causaba el entumecimiento de sus músculos por el frío, hasta tal punto que dejó de sentir el que causaba la punción de un alfiler o la quemazón de las llamas a voluntad. Únicamente así; su mente y su alma se sentían liberadas de su prisión corporal. De esa manera, creía poder llegar a controlar el incisivo dolor en su alma, causado por la indiferencia, el desprecio y la inapetencia del ser superfluo y banal al que había sido honrosamente entregada por su familia para procrear y perpetuar su linaje, sin haber podido llegar a cumplir su parte del acuerdo. A pesar de lo cual, por alguna razón, su dueño y señor decidió no repudiarla. El peso de la culpa y el temor a que esa situación predispusiera a su esposo contra su propia familia, la obligaron a esperar con estoicismo y resignación cualquier tipo de represalia que pudiera tomar contra ella y comenzó a prepararse para ello. Pero ante su desconcierto, nunca llegaron los golpes, nunca los azotes, nunca la repulsa expresa, nunca la ofensa ni el ultraje de su nombre y el de su familia. Desconocía que, en su ambición, su amo y señor todavía confiaba en poder usarla como moneda en una de sus provechosas transacciones comerciales, y que el temor a la guerra con su poderosa familia pesaba más que su necesidad de repudiarla. Había otros métodos de sacar el máximo provecho a la situación...

Solo ella sabía lo que daría por liberarse de su cautiverio, por volver a sentir a través de su piel y de su corazón, blindados por puro instinto de supervivencia a base de soledad, entrenamiento y padecimiento contra el dolor que le provocaba su gélida existencia.

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